Melvin Cantarell Gamboa
04/10/2022 - 12:05 am
Antifilosofía III
El cuerpo y el dolor son los liberadores del espíritu. De ahí, que el cuerpo sea la gran razón y la razón la pequeña razón. El cuerpo fabrica la razón cuando actúa sobre la realidad.
La filosofía oficial y académica que difunden los profesores, la de las “teorías señoriales”, es la potencia que desvitaliza la vida, habla del ser, de verdades, de grandes conquistas de la inteligencia humana, cuando es una mera administración del pensamiento, de la consciencia y del espíritu. “La filosofía, escribió Benito Spinoza, es un asunto del cuerpo y no del alma” (Ética), proviene del cerebro y no de las brumas de la consciencia. Somos un cuerpo y la filosofía, como la ciencia y lo que pensamos, proceden de él. En rigor, todo ocurre en el cerebro, éste responde a estímulos externos formando sinapsis que la mente se encarga de fusionar para crear la memoria que, a su vez, retiene aquellos recuerdos esenciales para la supervivencia y con esa información los seres humanos resuelven problemas y toman decisiones a partir del conjunto de las experiencias subjetivas (pensamientos) que dan lugar a la consciencia.
Dice Nietzsche, con esa hermosa manera de decir las cosas, en su libro: La ciencia jovial o la Gaya ciencia, que los filósofos no son libres de separar cuerpo y alma ni separar el alma del espíritu; han de parir sus pensamientos desde su propio dolor y como una afirmación de supervivencia del mismo cuerpo; la única verdad de la filosofía es el cuerpo del filósofo; este es la materia de la filosofía. El cuerpo y el dolor son los liberadores del espíritu. De ahí, que el cuerpo sea la gran razón y la razón la pequeña razón. El cuerpo fabrica la razón cuando actúa sobre la realidad. En consecuencia, podemos afirmar, que detrás de las costillas verbales del filósofo hay una sensibilidad, un temperamento y un carácter que procede del cuerpo y vuelve a él cuando la razón termina su rodeo de palabras.
Pero ¿qué es el cuerpo? Demócrito (460-370 a. de n. e) afirmó: “Los principios de todas las cosas son los átomos y el vacío; todo lo demás es dudoso y opinable”. Los cuerpos humanos, en consecuencia, son átomos, la ciencia actual ha sumado a esta idea moléculas, células, hormonas y dietética, al grado de reducir el cuerpo a un sistema bioquímico. Nuestra biología es producto de la evolución y determinante en nuestra supervivencia y reproducción, pero no de nuestras expectativas como seres que la evolución modificó y que durante milenios ha buscado elevarse sobre su condición natural. Esta voluntad de superar la propia naturaleza creó lo humano que, por nuestras actuales condiciones de vida, ahora nos impulsa también a excederla, es decir, a ir más allá de lo humano demasiado humano, para ponernos por encima del bien y del mal, como lo ha visualizado acertadamente Nietzsche. El sobrehumano conservará su condición de ser natural y, al mismo tiempo, superará su humanismo para hacer posible que el cuerpo, antaño sometido a los dictados de la naturaleza se libere de los determinismos de la necesidad natural y de su incompleto humanismo actual.
Ante este desafío, la arrogancia de la filosofía impuesta por los filósofos de la cátedra, inclinados a dar lecciones, será también superada, ya que sus falsas verdades o verdades a medias son transmutadas en ideología para sojuzgar a los hombres fanatizándolos; saben que los fanáticos exigen y piden se les dote de algo en qué creer (el fanatismo mexicano, por ejemplo, acepta la realidad más absurda y opresora sin rebelión cuando la instrucción proviene de una “autoridad”) y la fe por la que ruegan proviene de guías espirituales, maestros, líderes o de intelectuales que predican desde instituciones como las Universidades, de las que dice Gustav Flaubert, pertenecen a la estupidez doctoral, autoridades oficiales que encubren los intereses políticos de la cultura burguesa y de su razón de Estado. Ahora bien, según mi precario y terrenal entendimiento, la razón, la verdad, los criterios y los juicios de esos discursos descansan en la confianza que depositan en las consciencias ingenuas, pues su contenido obedece a los fundamentos que son base y sostén de intereses ideológicos y no a condiciones reales y necesarias de nuestra existencia.
Estas racionalizaciones de la filosofía de los vencedores se consolidaron cuando Constantino hizo del cristianismo la religión oficial del Imperio romano; desde entonces, la Iglesia se encargó de destruir la sabiduría de los antiguos, derruyó los templos griegos que guardaban invaluables manuscritos, incendió bibliotecas, persiguió a filósofos, astrónomos, matemáticos (por ejemplo, Hiparquia de Maronea), cerró escuelas, asesinó a quienes no pensaban como ellos y aniquiló la cultura pagana.
En el centro de este etnocidio, como un rey, esta Platón y su idealismo, quien al confundir la mitología y las fábulas con la filosofía, alejó el pensamiento de lo terrenal, de la materia, de la realidad, en beneficio de ficciones que fueron el punto de partida de la teología y permitió a Agustín de Hipona crear la Ciudad de Dios e hizo del cielo, una idea intemporal, la única realidad posible, condenando de esta manera a los hombres a morir en vida al convertir los placeres y las satisfacciones del cuerpo en faltas, culpa y pecado.
El platonismo-cristianismo esquizofrénico que ha dividido al ser humano en cuerpo y alma, surgió con el pitagorismo, continuó con Platón y alcanzó la cumbre con la teología cristiana; en el polo opuesto, Demócrito de Abdera afirmó la integridad del cuerpo al considerarlo el único bien que poseemos, nada de alma ni descrédito de la carne, nada de inmaterialidad o mundo celestial; con su postura, el abderita fundó el monismo filosófico que nos liga a lo material, a lo terrenal; sólo hay una única realidad y ésta es el mundo físico. Este filósofo celebra la realidad concreta inmanente e incita a una existencia gozosa, pues los hombres han de construir su destino en la tierra, la insatisfacción y el desagrado son ajenos al proceso que debiera acompañar el proyecto de existencia de lo humano, que tiende a la alegría y la felicidad a que han de aspirar los individuos; hay que evitar el displacer, el sufrimiento, el dolor y sentirse angustiado, pues de lo que se trata es de alargar la satisfacción real de no sufrir; la sabiduría da satisfacción, más placer y menos sufrimiento.
No se ha de aspirar a la mera acumulación de conocimientos, estos son útiles cuando se persiguen con el fin de llegar a producir causalidades racionales e inmanentes que hagan desaparecer inquietudes y temores; es recomendable, para quien busca el saber, no emprender ninguna tarea que esté por encima de las propias fuerzas y medios, se han de conocer los propios límites y apuntar a lo realizable; la alegría proviene de la adhesión a la realidad, a la celebración del cuerpo, del amor y a lo vivo inmanente y concreto, así como mantener siempre la pasión por este mundo.
Los grandes subversivos de la historia se distinguen por su capacidad de reírse del mundo tal cual es, pues sólo ríen los que se toman el mundo en serio. Ante la estupidez humana Demócrito reía, a diferencia de Heráclito que respondía con lágrimas.
En esto de la risa, Antifón fue un maestro en el arte de combatir la tristeza. Para él la vida merece ser vivida con sabiduría, que se alcanza rechazando las fruslerías sociales y concentrando las energías en el modelaje de uno mismo, indispensable para la producción de la verdadera alegría y el placer auténtico.
Son muchas las ocasiones de displacer, sufrimiento y tristeza que hacen de la existencia una tragedia y, si a esto sumamos la impericia, la incompetencia y la ignorancia de la mayoría de los hombres da como resultado un pathos (sufrimiento, conmoción y sentimiento) que, según Antifón, puede superarse con la práctica de la filosofía, pues ésta ofrece una medicina eficaz. Todo empieza por querer la concordia con uno miso, la satisfacción aparece cuando se ha comprendido que hay que dominar la necesidad por el camino de la sabiduría. De esta operación se deriva la libertad y el placer actúa como señal de que la acción se conforma con la naturaleza y pone de manifiesto la intención correcta de nuestros actos.
Aristipo de Cirene es el filósofo emblemático del hedonismo y el único hedonista auténtico; como amigo y discípulo de Sócrates debió sufrir la venganza platónica por su inclinación y defensa de los placeres del cuerpo; apoyó con dinero a su maestro, ofreció su riqueza para rescatarlo de la muerte y algunos comentaristas aseguran que pagó sus funerales. Platón manifestó siempre inquina y aprensión hacia su persona y sus ideas, de ahí que no lo cite en ninguna de las 2000 páginas de su obra, excepto en el Critón, en el que cuenta la muerte de Sócrates y la despedida que le dieron sus amigos y discípulos, en ese texto, destaca su ausencia y le reprocha su inasistencia. Sin embargo, otros autores que también describen ese momento muestran la presencia de Aristipo en la escena, lo que desnuda la perfidia del Platón antihedonista.
Aristipo, hombre rico y partidario del placer, propone y practica la indiferencia hacia el dinero y la riqueza; con actos demostró el rechazo de ambos, así como la condena a los honores y al poder en todas sus formas, excepto al que se obtienen sobre sí mismo. El goce humano, dice, debe ser consciente, racional, creado artificialmente por la cultura, reflexivo e inteligente. No sufrir no significa gozar; la destrucción de los deseos no constituye una manera de crear placer, este se identifica con la voluptuosidad, la alegría y la adhesión de lo corporal a la realidad, lo que supone una práctica, una dimensión personal subjetiva y activa de los placeres pasados y futuros, pues con ellos se construye la felicidad.
Epicuro, el hedonista supremo, afirma que se filosofa con el cuerpo, que la sabiduría no se adquiere a partir de cualquier estado corporal; la carne piensa, el cuerpo reflexiona, la materia elabora, los átomos razonan, en consecuencia, la identidad del filósofo ha de coincidir exactamente con esos elementos que constituyen su fisiología, su biología y su anatomía; la sabiduría se adquiere a partir de un proceso que incluye la ejecución de una obra existencial, su contexto y construcción de sí.
Las únicas y solitarias respuestas a las amenazas desintegradoras del mundo y de la vida: miedo, temor, dolor, sufrimiento y preocupación no se superan de manera puramente reactiva, es decir, negando su existencia, sino desarrollando una nueva dimensión constructiva y voluntaria que consiste en la separación e independencia respecto de lo excesivamente mundano, sin rompimientos violentos ni brutales, sino abandonando la vida trivial, agitada o, en términos actuales, consumista, ostentosa y competitiva. Ante situaciones existenciales como las señaladas, el filósofo hedonista, recomendaba reunirse y conversar a la manera de la escuela creada por él: el Jardín, donde todo es calma, voluptuosidad y placer entre amigos; se disfruta de un banquete y se filosofa con la finalidad de alcanzar una vida sin perturbaciones, que permita a los seres humanos vivir como dioses.
Sólo el sosiego, la paz del cuerpo y propagar ideas renovadoras que revolucionen el pensamiento pueden hacer consistente la prudencia, la moderación, la práctica de la amistad, la risa y otras tantas variaciones que hacen la dulzura de la vida y el placer de la existencia; desafío que se supera habitando intensamente el presente y sólo el presente.
En suma, la filosofía antigua materialista, inmanente, dialéctica, gozosa del cuerpo, lúdica es, pues, un asunto existencial, practico, transparente y visible. Quienes se atreven a seguir sus pasos requieren hacer un esfuerzo singular: no creer en conceptos, ideales, fábulas, mitos, ni relatos, sino optar por evidencias provenientes de acciones, hechos y realidades, ejemplo: no en la justicia, sino en actos justos, no en la pureza del alma, sino en el goce del cuerpo.
Los antiguos griegos amaron a sus filósofos, los escuchaban y muchos practicaron sus doctrinas (idealistas o materialistas); los pitagóricos, por ejemplo, creían en la inmortalidad del alma; los platónicos en el cielo (topos uranos) como realidad y en las ideas puras; los aristotélicos en la idea de Dios como primer motor o causa no causadas, todas estas ideas que fueron más tarde recicladas por el cristianismo-judaísmo para dar lugar a la episteme platónico-judeo-cristiana, como atinadamente la denomina Michel Onfray y, hasta hoy son el sustento ideológico del discurso del poder dominante. Entre los materialistas mencionamos a Leucipo, Demócrito y los hedonistas que hablaron del átomo, las cosas, la realidad del mundo y el cuerpo; artesanos de la sabiduría práctica cuyas propuestas sirven para vivir bien, mejor; sin embargo, su presencia hoy en la historia de la filosofía, pese a su carácter liberador es marginal, se le cita como saber menor. En contra parte, el idealismo es el fundamento de la verdad racional; la filosofía occidental lo identifica con la ciencia y el saber cierto y racional; Hegel, por ejemplo, llegó a establecer qué cosa es real y qué no lo es cuando afirma que lo real es lo racional y todo lo real es racional. Esta episteme impuesta desde el poder se trataré de deconstruir en el siguiente y último artículo de esta serie y su resultado, desde mi perspectiva, constituye una posición que puede calificarse de antifilosófica.
(Continuará).
Nota: La información sobre los filósofos de la antigua Grecia aquí mencionados fue tomada, en buena parte del excelente libro de Michel Onfray; Las sabidurías de la antigüedad. Anagrama. 2007 y del imprescindible texto de Diógenes Laercio: Vida y obra de los filósofos más Ilustres, Grupo Editorial Tomo.
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